Silvana Mangano una actriz de todos los tiempos

Silvana Mangano fue una de las primeras y la más representativa de todas las actrices de su país, que dieron con su belleza una imagen de marca al cine italiano de la posguerra y años posteriores.

Sofia Loren, Gina Lollobrigida, Lucia Bosé, Claudia Cardinale, Valentina Cortese, Alida Valli, Gianna Maria Canale, Pier Angeli, Rosanna Podestà, Antonella Lualdi, Elsa Martinelli, Sylva Koscina y un largo etcétera de guapísimas mujeres que llega hasta Virna Lisi y Laura Antonelli contribuyeron a hacer del italiano uno de los cines más populares de Occidente y muchas de ellas fueron contratadas por la poderosa industria de Hollywood. Las más se revelaron en concursos de belleza (Silvana Mangano, por ejemplo), otras en pequeños papeles en películas baratas y sólo alguna (como Alida Valli) tuvo una formación dramática ortodoxa y rigurosa. 

El lógico destino de estas «misses» habiera sido quedar como jóvenes decorativas, efímeras «starlettes» que se casan con el productor (y en efecto, Silvana Mangano se casó con De Laurentiis, Sofia Loren con Ponti, Claudia Cardinale con Cristaldi).

Lo sorprendente es que más de una supo continuar su carrera y, superando el «handicap» de su atractivo, convertirse en buenas actrices e incluso mantener en la madurez, la condición de divas. Silvana Mangano representa mejor que cualquier otra este proceso de dignificación de la joven belleza exhibida primero como mero objeto sensual. Miss Roma 1946, sólo necesitó un par de papeles cortos en Elixir de amor y El crimen de Giovanni Episcopo para convertirse con Arroz amargo (1948) en símbolo erótico del neorrealismo italiano, confirmado por Ana (1.951), del especialista en bellezas Alberto Lattuada. El impacto aún recordado de esta película en la España de la posguerra habla por sí solo de la eficacia de Silvana Mangano como tal símbolo. 

Pero no se quedó ahí sino que seleccionó cuidadosamente sus películas y sus papeles, cuidando que ésas fueran buenas y ésos se sofisticaran (en Ulises, haciendo de Penélope y Circe, ya fijó su imagen de belleza clásica, intemporal.

Los directores italianos (Lattuada, Monicelli, De Sica, etc.) de mayor prestigio colaboraron con ella. Hasta que, en los últimos años de su carrera, se convirtió en una «gran dama» que sólo honraba las pantallas esporádicamente y como invitada de honor en películas de autores de prestigio mundial que homenajeaban su vena de trágica serena. Pasolini (Edipo rey, Teorema», El Decameron) y sobre todo Visconti (Las brujas, Muerte en Venecia, Luis II de Baviera, Confidencias) elevaron a a la miss Roma de antaño a lo más respetado oficialmente del arte cinematográfico.

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