El sida arrasa entre los artistas

Sir John Gielgud, «la voz» del teatro en lengua inglesa, definió ayer a Ian Charleson como «delicioso, modesto e inteligente». Ian Charleson, catapultado a la fama internacional con Carros de fuego, acababa de morir víctima del SIDA cuando Gielgud, la figura más representativa del gran teatro británico, le definió con tres adjetivos precisos. Ian Charleson es una víctima más de la enfermedad que en este final de siglo está azotando el mundo de la cultura anglosajona.

La relación de muertos por el SIDA es como un amargo recuento de bajas en plena batalla, por ahora todavía perdida. Actores y bailarines -John Allison, Peter Evans, Rock Hudson, Douglas Lambert, Steve Tracy, Charles Ward, James Roy Howell, Bill Kendall...; cantantes y músicos -Tom Doyle, Daryl Wagner, Dean Halsey, Gary y Ricky, Paul Jacobs, Jerry Carlson, que dirigia el Gay Men's Chorus...; gente del teatro, de la fotografía y la pintura -Robert Mapplethorpe, Robert Gordy, Charles Ludlam, director del Greenwich Village's Ridiculous Theatrical... Son algunos de los nombres del mundo cultural de habla inglesa a los que el SIDA se llevó en edades inferiores siempre a los sesenta años.

Michael Bennett, creador de A Chorus Line estuvo preparando durante un año el estreno de Chess, uno de los musicales con más éxito en los escenarios de Londres y Nueva York. Dejó la dirección discretamente poco antes de que la obra se estrenase. Aunque alguien habló de que Michael Bennett tenía problemas de salud, se cargó sobre Elaine Paige, la estrella de la obra, la razón del abandono. El tiempo demostró que en este caso no había sido culpable de nada: Bennett murió al poco tiempo víctima del SIDA. El mismo explicó poco antes cíe su muerte el silencioso drama de su homosexualidad. Su caso fue distinto al de Bruce Chatwin, uno de los escritores más conocidos de mundo literarioanglosajón. Bruce Chatwin no aparece en la larga de relación de víctimas del SIDA porque ocultó siempre, más allá del final, la enfermedad que le llevaba a la muerte. Aún más: con el rostro ya demacrado y el cuerpo ofreciendo todos los signos externos de su devastadora aniquilación, Chatwin seguía afirmando que todo se debía a un virus chino. 

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