Bienaventurados los que sufren represión
Es un hombre pequeño, con el pelo muy negro, y aspecto tímido. La última vez que lo entrevistaron a hurtadillas, hace apenas una semana, Laszlo Tokes confesó que tenía miedo. Sin elevar el tono, sin gestos, casi en un susurro, contó que había enviado a su pequeño hijo a casa de unos amigos, pero que él y su mujer no se atrevían desde hacía mucho tiempo a salir de casa. Cuando le preguntaron por qué no intentaba huir, explicó que no tenía ninguna posibilidad de hacerlo con éxito. Que los sicarios de la «Securitate», la tenebrosa Policía de Nicolás Ceausescu, acechaban su domicilio noche y día y que su única posibilidad de seguir vivo era «atrincherarse» en su Iglesia.
Fue entonces cuando mostró a la cámara las frágiles barreras que había colocado en las ventanas y la rudimentaria forma en que había atrancado la puerta, para que los muculosos agentes del dictador no la pudieran derribar de una patada. Ni esos pequeños obstáculos, ni la protección de la embajada húngara en Bucarest, ni la hermosa determinación de sus feligreses, que rodearon físicamente la casa parroquial, han podido impedir la detención y la probable tortura del joven sacerdote protestante. El calvario de Tokes comenzó a mediados del verano pasado, cuando tuvo la osadía de conceder una entrevista a la televisión húngara. A cara descubierta, el sacerdote se limitó a relatar algunos detalles de la increíble persecución de que son objeto los ciudadanos de origen magiar en Rumania. Explicó como Ceaucescu está destruyendo sus pueblos, obligándoles a concentrarse en «granjasmodelo» y prohibiéndoles el uso de su lengua. Al día siguiente recibió la estremecedora visita de los agentes de la «Securitate» y empezaron las amenazas de muerte.
Tokes envió un desesperado mensaje a la embajada húngara en Bucarest, donde tan solo queda un diplomático. Escribió una patética carta a sus feligreses, donde explicaba su situación. Después envió a su hijo con los abuelos y se encerró despavorido en la casa parroquial. Hasta septiembre tuvo todavía la posibilidad de hablar por teléfono, pero muy pronto le cortaron la línea. Solo la restablecían de madrugada, durante unos minutos y para advertirle entre carcajadas que muy pronto lo tendrían en sus manos. Durante casi cuatro meses él y su mujer han estado comiendo lo que les hacían llegar a escondidas los vecinos. No han salido a la calle. Como no podían dormir por la tensión y las amenazas, pasaban muchas noches arrodillados ante el altar, esperando un milagro. «Nuestros amigos duermen ahora con nosotros. Las noches son terribles. Estoy preocupado por mi mujer, ahora que mi hijo está seguro. Quiero ayuda, ayuda de aquellos que pueden ayudarme», dijo Tokes a través de la televisión húngara.
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