La Semana Santa está cada vez más carnicera

Con el Domingo de Resurreción infernal que atestó las carreteras españolas, concluyó el clímax picante de la Semana Santa, cada vez más pagana y carnicera. Sí, ya sé que nadie se escandaliza y que resulta absurdo pedir peras al olmo ahora que todos se nos pudren misteriosa e irremisiblemente, pero es que en este país, hasta hace nada beato, ictiófago y verdulero, jalar cochino por estas fechas estaba muy mal visto. Y fornicar era pecado capital.

Pues había que verlos ahora con democracia y sin bula, atiborrándose la Semana Grande de las cosas más inmundas: sesos, criadillas, lomo embuchado, alitas de pollo, ¡jeta frita!, chorizos flatulentos, oreja retorcida, lengua estofada y enmudecida, magro de cerdo grasiento, cabrito asado, callos pellejosos y las tiritas de beacon sanguino, etc..., la lista de busheries que se cometen en el mundo es infinita. Ya nadie guarda los cuarenta y seis días de ayuno y vigilia, cuaresmar quedó fuera de moda y de la devoción se pasó a la juerga del alcohol y el colesterol con la velocidad del tocino.

¿Dónde quedan los días de endolencia, la pasión purificadora que nos amojamaba las carnes y le daba un sabor a ahumado al espíritu? Con tanta molla animal se nos van a molificar los sesos, porque al igual que la velocidad se reduce con el tocino, vraiment, la molla blanda, mórbida y la mollera dura están emparentadas como en las mejores familias. Los médicos nos advierten de las plaquetas de grasa que entorpecen las venas, la gota y las secuelas de infarto; la Iglesia se queja de flaccidez espiritual y los políticos, que son más pragmáticos, trafican pura y simplemente con la violencia porcina.

Ay, dónde iremos a parar con tanta bulla impropia y festiva, la mollidura que aqueja nuestras antaño sacrosantas costumbres, el agua inyectada, que no bendecida, los piensos de pescado que les dan a las gallinas y las hormonas raritas. Si bien yo no cato estas delicias ni dormida, me temo que tampoco voy a quedar libre de culpa, porque en vez de recorrer las estaciones y cantar las aleluyas, me fui a ver en El Barco de Avila una gran corrida: Ruiz Miguel, Manzanares y Juan Mora, el de la bella figura. Dios, qué sofocón, pero qué busherie tan atrevida; eso era algo más que sobriedad y lascivia.

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